Ser un estudiante de intercambio no es cosa fácil. Todos entramos al programa del año académico con distintas expectativas y esperanzas. Yo, emprendí mi viaje a Ohio con una gran emoción que llevaba acumulando desde el momento en el que el tema de pasarme diez meses con otra familia empezó a tomar forma en mi mente y a tener lugar en las conversaciones familiares.

Antes de montarnos en ese avión que nos llevaría “al otro lado del charco” tuvimos charlas preparatorias para ello; recuerdo estar sentada entre otras cincuenta personas mientras antiguos alumnos que habían hecho lo mismo nos contaban sus experiencias. A la hora de la verdad, dio igual que nos hubieran contado todo su año punto por punto: nada te prepara para el primer día. Pero no me refiero al momento en el que sales de la terminal y conoces a la que será tu familia durante los próximos meses: no, hablo de la mañana siguiente, cuando te levantas desorientado en una habitación que no es la tuya con muebles que no recuerdas haber visto jamás y de repente te llega como un mazazo en la cabeza: eres un estudiante de intercambio a miles de kilómetros de casa. Mi primera duda esa mañana fue el levantarme a esa hora o esperar un poco más, mi host mom me había dicho que se irían muy pronto porque iban a ir al mercado, pero que como sabían que estaría cansada del vuelo, no hacía falta que les acompañara, lo que me dejaba sola en casa con el perro y mi host dad al que aún no había conocido. Bajar a desayunar me llevó el doble de tiempo ya que no sabía que me esperaría abajo. Al llegar a la cocina vi que mi host dad estaba despierto, se levantó de donde estaba y se presentó. Me preparó el desayuno y empezó a hacerme preguntas sobre mi vuelo y si había dormido bien. Media hora después llegaron mi madre y mis hermanas, tenía tres hermanas durante mi estancia, cuatro en realidad, pero la mayor de todas estaba en Kuwait con el ejército y casi no la vi durante el año.

La vida social de mi familia giraba básicamente en torno a la gente que conocían de la iglesia, eran griegos, y si has visto la película “mi gran boda griega” seguro que entenderás mi estancia con ellos mucho mejor. Asistí alrededor de 25 festivales griegos ese año, y he de reconocer que ahora que he regresado a España, los echo de menos. Fui a misa todos los domingos, me ponía vestidos y tacones y estaba de pie durante dos horas escuchando una ceremonia bilingüe. La gente de la iglesia se convirtió en mi segunda host family, quedaba con ellos, iba a bailes con ellos, salía de compras con ellos, celebramos Navidad todos juntos, jugaba al baloncesto y al voleibol con ellos… Me aceptaron como a una más, sin preguntas ni condiciones.

El instituto era, literalmente, de película. ¿Sabes esas series americanas donde todo el mundo tiene taquillas, va en autobuses amarillos, se pasan el día en el laboratorio, hay cien clubs y deportes distintos, y la gente se lleva la comida en bolsas de papel marrones? Bueno, añade unos cuantos osos polares en las paredes, morado por todas partes y eso era el Jackson High School de Massillon, Ohio. Asignaturas tenía varias, pero nada iguala a mi experiencia en el anuario o “yearbook”. Todos los días a tercera hora entraba en el mismo aula en la que 19 personas y yo nos encargábamos de recoger todo lo que sucedía a lo largo del año y lo poníamos bonito entre fotos y más fotos. Éramos una pequeña familia. Fue allí donde conocí a la que, aún estando a 6,332 kilómetros de distancia, considero una de mis mejores amigas. Lisa se convirtió en otra hermana de acogida para mí, era a la que le contaba todo lo que me sucedía y estaba pasando, ya fuera en Ohio o en España. No creo que pueda expresar lo mucho que la echo de menos en este momento.

Pero igual que el instituto representaba muchas de las cosas que aparecen en las películas, también rompía con muchos tópicos. Eso de que “los atletas no tienen cerebro” por ejemplo. Uno de mis amigos jugaba a fútbol americano (o football) y era uno de los más brillantes de su curso. Lo de que la gente que está en clubs son unos raros también quedó descartado, mi amiga Lisa tenía que turnarse los días de la semana entre clubs porque asistía a más de diez, pero conocía y era amiga de casi todo el mundo.

Pero sin duda, una de las cosas que más me impactó fue el patriotismo americano. No había una sola persona que no estuviera orgullosa de ser americano, podían venir de Italia, de Grecia, de Rusia, daba igual, lo primero que eran, ante todo, era Americanos. El himno al principio de cada partido, las banderas en la puerta de sus casas, el deseo de unirse al ejército, las fuerzas armadas o las fuerzas aéreas (como hizo una amiga mía, al igual que había hecho toda su familia previamente) era algo que se palpaba en el ambiente. Allá donde fuera, se veía el sentimiento americano.

Pero supongo que después de haberme pasado diez meses rodeada de gente fantástica que me ha dado tanto, yo también soy un poco americana. Porque cuando cruzas las puertas de embarque con tu mochila y pasaporte para volver a lo que antes llamabas “hogar” te das cuenta de que no estás volviendo a casa, estás dejando atrás la otra, ya que cuando te conviertes en estudiante de intercambio, te conviertes en alguien que ha vivido entre dos mundos, dos países y tiene dos familias y dos vidas.

El año académico es lo mejor que me ha podido pasar en mi vida, y no me arrepiento de un solo segundo de él.

Jimena Miranda Úcar – Hill

Estudiante de intercambio año 2013/2014.